sábado, 13 de diciembre de 2014

Tara




Elena Medel (Córdoba, 1985), con mucha valentía y no poco dolor, ha escrito un poemario que recoge la herencia de un género poético en desuso: la elegía; de gran vitalidad, sin embargo, en la alta Edad Media y en los Siglos de Oro. Este arraigo en la tradición, como vamos a ver, nada tiene de copia o de imitación de modelos. Es verdad que el libro sigue, sobre todo en su primera parte, algunos de los temas que abordaron las Coplas de Jorge Manrique o la Canción elegiaca de Juan de Arguijo. Incluso retoma motivos e imágenes de la mejor estirpe renacentista. Pero el caudal poético de Elena no se detiene aquí. Desde las cumbres áureas baja hasta el valle tenebroso y oscuro del Romanticismo. Su voz es un torrente sin límites. En sus aguas se mezclan la Biblia y los trágicos griegos; el temor y el desdén; resplandores y sombras. No extrañe, pues, que el tema angular del poemario, entre otros, se salga de la preceptiva del género. Tara es la elegía de una escritora del siglo XXI, de una poeta privilegiada que conoce muy bien la literatura, y que, por ello, ha sintetizado con inteligencia distintas corrientes. Así, el libro conjuga tradición e innovación, por cuanto dialoga con un género de raíces romanas para subvertirlo.

Tara se ubica en la órbita de las elegías medievales. Algunos de sus temas son de origen manriqueño: la estimación del plazo de la vida, la reflexión sobre la inexorabilidad de la muerte, o el elogio del fallecido. Además, desarrolla motivos tradicionales de la elegía fúnebre renacentista y barroca. Muchos de ellos guardan relación con Garcilaso: la idea de que la muerte no daña a quien muere sino a aquellos que le sobreviven, el anhelo de la propia extinción, o el contraste entre las “memorias llenas de alegría” y el dolor actual. El asunto de la rebelión del individuo contra la voluntad de Dios, tiene un precedente en la bella elegía “al padre Matías Tercero”, de un desengañado Juan de Arguijo. Más allá de estos temas, ciertas imágenes son típicas también del siglo XVI. El río que aumenta su caudal por el llanto, presenta,  desde luego,  analogías con el poema “a la muerte de doña Marina de Aragón”, de Diego Hurtado de Mendoza. Elena, pues, asume la tradición; pero no la repite. La reelabora. La adapta a su propio tiempo. Lejos estamos de la resignación estoica ante la muerte y de la descripción del reino de los bienaventurados. No hay salvación posible. Ni tan siquiera la palabra escrita puede hacer que las cosas perduren. Esta visión apocalíptica, por supuesto, es de cuño romántico. 
 
 
Ya desde el mismo título, Tara, Elena hace apología de lo deforme. El hombre es imperfecto, porque es mortal. Cuando el niño descubre la finitud ajena y vislumbra la propia, sale de su atemporalidad, e ingresa en el tiempo a través del dolor. Así las cosas, la voz narrativa del libro evoluciona desde el mundo sensible del primer poema, de simbología becqueriana, y tono apesadumbrado; hacia el mundo violento de los últimos, de tono sarcástico e imágenes macabras (suicidios, mutilaciones). En medio, un presagio: la condena al Infierno. Todo suicida acaba allí, por su desdén. El yo lírico de Tara, cargado de amor (como Ruth) y vacío de alegría (como Noemí), emprende el camino de la autodestrucción como desafío y remedio a su infelicidad. Si al comienzo de la obra se muestra temeroso de aceptar su destino de ser-para-la-muerte, al final, en cambio, lo vemos lanzarse a él en un acto supremo de dominio de su vida, de reafirmación de su ego. Ninguna cosa puede consolarlo, salvo la conciencia de saberse heredero de un legado moral. Los cuerpos mueren, sí; pero les sobreviven sus ideas. La narradora de Tara se sabe un eslabón. Sus sueños son los sueños de sus antepasados. En ella confluyen el arrojo, la entrega, los principios de la madre y la abuela. Son un Todo, dice recordando las hermosas las palabras del Libro de Ruth. Pero no es suficiente. Otros pasajes bíblicos, las Profecías, están detrás del sueño premonitorio con que se cierra el libro. Allí se describe una muerte: el salto al vacío de la futura hija. Por desgracia, también se hereda el dolor. 
      
En conclusión, Elena Medel desarrolla el asunto de la trágica toma de conciencia de la mortalidad, haciendo confluir en un género clásico –la elegía fúnebre– materiales de origen variado –medieval, áureo y romántico–, que reelabora con absoluta libertad, adaptándolos a su estilo y mezclándolos con sus obsesiones personales.


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