jueves, 25 de febrero de 2016

Los últimos perros de Shackleton




Los últimos perros de Shackleton, Ben Clark. Sloper. 2016. 77 páginas. 12 euros.

  
Los seres humanos llevamos varios milenios hablando del amor. Hemos abordado este asunto desde múltiples perspectivas a lo largo del tiempo. Hemos idealizado este concepto, lo hemos revestido de una dimensión mística, lo hemos rebajado, lo hemos erotizado, lo hemos dado por imposible, y hasta lo hemos negado; y pese a todo, sigue siendo un motivo nuclear de la literatura. Pocas veces ha sido fuente de satisfacción para el sujeto que enuncia. Quizás sí ha servido de motivo de placer –efímero, caduco, pasajero–, pero, salvo en contadas ocasiones, el amor no ha colmado las ansias de realización de los poetas, su anhelo de plenitud existencial. Y, por lo visto, esa es también la inercia del siglo XXI. Cada autor, sin embargo, trata este asunto desde su propia mira telescópica. Estos puntos de fuga aportan una estética, un estilo y un tono diferentes. Los hay más interesantes que otros. Entre los primeros destaca el de Ben Clark. La lente con que observa es irónica. Adivinamos una sonrisa sardónica acompañando al gesto de apuntar. Pero tras el sarcasmo se vislumbra una herida supurante. En Los últimos perros de Shackleton leemos textos teñidos de ironía como quien lee en el monte el rastro de un hermoso animal abatido. Es el caso del alegórico El reino menguante, donde a la vez que el sujeto celebra el abandono de su soberana, se duele del “cadáver de todos nuestros planes”. Abundan en el libro imágenes que evocan la caída de quien ha perdido a su pareja: abismos, batiscafos, arrecifes, agujeros, un hombre sumergido “encadenado al muerto que es mi amor”. Además de un originalísimo imaginario, encontramos en el libro juegos lingüísticos, como el del poema Envídiame, yo puedo amarte aún, en el que se omiten los sustantivos, y con ellos, tanto los grandes conceptos abstractos, como la menuda realidad contidiana; así, las oraciones quedan inconclusas, igual que el mundo perceptivo del sujeto que enuncia (“Cuando tú y cuando entonces y después”). Con esperanza nihilista, con ilusión excéptica, con un idealismo de cemento, dicha voz se (anti)declara a una mujer: “Quiero echarte/ de menos, que me llames y me digas/ que me extrañas muchísimo, que falto […] Quiero saber que estamos distanciándonos…/ Quiero que nos preguntes qué nos pasa/ y no tener palabras que decirte (Darwin se acerca a Lady Macbeth un sábado noche). Pese a las dificultades afectivas (léase el demoledor La hora del paseo), esta voz canta también la certeza –y el milagro– de la vida: “es fácil contentarse/ con esta extraña dicha que es saberse” (Difusión simple).  
Henry James, en el prólogo a Retrato de una dama, utilizaba las metáforas de la casa y sus ventanas para referirse a las perspectivas y modos desde los que observar un tema. Yo les invito a asomarse al cristal de Los últimos perros de Shackleton para ver el amor desde el discurso irónico, el sarcasmo y el desgarro de Ben Clark.


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