domingo, 23 de octubre de 2016

Las flores de alcohol


Aprovechando que Sofía Rhei publica nueva novela, Róndola, recupero la reseña que escribí sobre su primer poemario, con la que me estrené en el mundo de la crítica literaria hace ya diez años.


Sofía Rhei, Las flores de alcohol. La bella Varsovia. Córdoba. 2005. 70 pp.

 
Conocí a Sofía una tarde de junio de 2004, en el Palacio Real. Yo salía de la Sala de las Columnas, donde Luisa Castro había deleitado a algunos y provocado a otros con la lectura de sus versos, cuando una voz a mi espalda me llamó por mi nombre. Me giré. Estaba a dos metros de mí, con su mirada intensa clavada en mis pupilas. Yo no sabía quién era. Pero me bastó aquella tarde para enmendarlo. Recuerdo que hablamos de todo un poco. Rompimos el hielo con Isaac Asimov e Ítalo Calvino. Había terminado, me decía, una novela deudora de ambos: Las ciudades reversibles, libro caracterizado por el juego, la fragmentación y el perspectivismo. Luego charlamos de otras cosas. Así, en la terraza donde nos apretamos veinte de los poetas que habíamos acudido al Palacio Real, me reveló su interés por la pintura. Por aquel entonces, Sofía ya daba clases de dibujo en un instituto de Vallecas. Me dejó impresionada. Sólo tenía 25 años. De regreso a casa compartimos un taxi. Vivíamos a 10 minutos la una de la otra. Pagó ella. Bajé del coche con el convencimiento de que me había ganado una amiga. Ese verano quedamos con frecuencia para tomar cafés o en mi casa o en la suya. Siempre me ha encantado ir allí, la verdad. Es como estar en un museo. Todo lleno de cosas. Preside el salón el cuadro de un bosque azul pintado por ella. Sobre uno de los armarios puede verse la funda de una guitarra española. Las estanterías están borrachas de miles de libros, frascos, plantas, colecciones de piedras... Así es Sofía: un sorprendente y acogedor aleph. Una mañana de domingo quedamos en una terraza para tomar unas cervezas. No se me olvidará. Bebíamos bajo un sol de mil demonios cuando de repente me pidió una cosa: que leyera el poemario que había escrito. Acepté en seguida. Sólo el título ya embriagaba: Las flores de alcohol.


Desde el mismo título, Sofía Rhei expresa a sus lectores cuáles son los movimientos literarios con los que dialoga: el simbolismo y las Vanguardias. Dos son los poetas a los que rinde homenaje: Baudelaire (Las flores del mal) y Apollinaire (Alcoholes). Las huellas son claras. Un par de veces cita a Apollinaire. Al comienzo de la obra y al final. Primero transcribe un verso suyo. Y luego, en el poema “Credo del bulevar de los sueños Estrella”, parafrasea otro. Sin embargo, la impronta del poeta creacionista va mucho más allá: afecta al fondo y a la forma. Aunque, como veremos, no es estrictamente la única. Otras dos tradiciones (una medieval, otra renacentista) mezclan sus aguas con las del ismo que abandera el legendario artillero francés.

Sofía Rhei analiza un objeto temático: el amor. Pero su enfoque es múltiple. El libro tiene ocho partes. Sobre cada una proyecta una mirada diferente. Igual que una pintora cubista, va colocando los puntos de fuga en varias posiciones. De este modo, alumbra cada vez una cara distinta del objeto. No existe una sola realidad. Nuestra impresión del mundo depende de dónde situemos la perspectiva. Por eso Las flores de alcohol nos hablan de la experiencia amorosa desde ocho ángulos: el deseo, la búsqueda, la posesión sexual, la ausencia, el rencor, la añoranza, el reencuentro y la plenitud. La suma de todos nos da una idea aproximada de lo que puede ser una relación afectiva.

Cambian los enfoques. También la métrica y el tono. Sofía Rhei hace alarde deportivo de sus habilidades técnicas. El amor, ya lo decía Luis Cernuda, “no tiene esta o aquella forma”. Su expresión, tampoco. Así, encontramos en el libro dos sonetos, una lira, cuatro poemas visuales, uno en prosa, verso libre, coplas y haikus. En cuanto al tono, según la experiencia de vida de la que se nos hable, es apasionado, abatido o irónico. Esos estados de ánimo, además -siguiendo a Baudelaire, Del vino y el hachís-, se ponen en relación con una bebida distinta.



En conclusión, la mirada del poemario es totalizadora. Aspira a la verdad. Si bien no deja de ser una mirada que se sabe finita, demasiado concreta. Quizá por eso mismo Sofía Rhei emprende un segundo diálogo con otras dos tradiciones poéticas: la mística y la cortesana, la áurea y la medieval; para universalizarse.

Las propias Vanguardias reelaboraron modelos antiguos. Por ejemplo, Vicente Huidobro, creacionista, igual que Apollinaire, introduce en Altazor un personaje de resonancias bíblicas y mitológicas.

Aquí, en Las flores de alcohol, aparecen motivos cortesanos. Uno es la metáfora del “deshielo”, que alude a una situación inicial de origen trovadoresco: la dureza de la dama y su rechazo absoluto de la corte amorosa del poeta. Esta metáfora, a su vez, la relacionamos con el gusto provenzal por los términos opuestos o enfrentados: hielo-fuego. De hecho, sería imposible derretimiento alguno si previamente no se produjera un aumento de temperatura provocado por la cercanía de una fuente de calor. Otro de los motivos es el debate entre la admiración de su belleza y el lógico deseo de poseer a la amada.

Otra de las huellas presentes en el libro es la que deja la mística. La imagen del “ciervo” que mantiene la mirada hay que relacionarla con el Cántico espiritual de Juan de la Cruz. En el mismo poema, otra imagen, la del “vapor” que desprende el ser amado y llega hasta los ojos del amante, es de inspiración platónica. Según Juan Boscán y León Hebreo, entre otros muchos, la sangre cría espíritus sutiles que salen por los ojos de quien ama “enderezados como saetas” -escribe Boscán- a los ojos primero, y al corazón, después, de la persona amada.

Finalmente, vemos en el libro un eco de las aspiraciones luisianas. Ambos poetas pretenden la unión con el Todo a través de la contemplación o del sexo. No siempre la consiguen. El sujeto que habla en Las flores de alcohol vive en un mundo terreno, rodeado de fauna y flora. Es un individuo que tiene una gran conciencia tanto del cuerpo ajeno como del propio. Ahora, su anhelo sexual trasciende los límites que impone la piel. Aspira a realizarse en las alturas. Sin embargo -no siempre-, termina sepultado bajo el agua, inmerso en el olvido y en la ausencia.

Esta primera entrega de Sofía promete otras muchas. Ya estamos deseando leer su siguiente poemario.



Esta reseña fue publicada en la revista Speculo, que edita la Universidad Complutense de Madrid, en 2006.

Elena Medel y una servidora presentamos este libro en la librería La Central, del museo Reina Sofía, ese mismo año.


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